El efecto Lucifer

Sábado plenamente primaveral. He paseado con Zoe por la Gran Vía (se ha comprado un enorme peluche de perro labrador, al que ha llamado Bobby, en una preciosa tienda, Asi, entre la Plaza de España y Callao). Hemos estado en La Casa del Libro, en la sección de infantil y luego en el resto de esta estupenda librería y hemos tomado el aperitivo, mirando a la calle de Alcalá, en el Círculo de Bellas Artes.

El economista ha dedicado dos páginas a El jardín de Babel, relato sobre gestión de la diversidad que hemos publicado Marta Romo y un servidor.

En la sección de psicología y empresa del mencionado comercio, he comprado El efecto Lucifer. El porqué de la maldad (2008), de Philip Zimbardo. Este prestigioso psicólogo social, profesor de la Universidad de Stanford, se plantea en 676 páginas, la psicología del mal (la violencia, el anonimato, la agresividad, el vandalismo, la tortura, el terrorismo). “Como Lucifer, el ángel favorito de Dios, ¿podríamos vernos arrastrados a la tentación de hacer lo inconcebible a otras personas?”

A través de imágenes muy sugerentes (la de Escher donde se representan a la vez ángeles y demonios, o la frase de John Milton en El paraíso perdido: “La mente es su propia morada y por sí sola puede hacer del cielo un infierno y el infierno un cielo”), nos habla de tres verdades psicológicas: el mundo está lleno de bondad y maldad: lo ha estado, lo está y siempre lo estará. La barrera entre el bien y el mal es permeable y nebulosa. Los ángeles pueden convertirse en demonios y, algo que quizás sea más difícil de imaginar, los demonios pueden convertirse en ángeles.

El pecado de Lucifer en el medioevo se llamaba “cupiditas”: codicia, avaricia, ambición, deseo ardiente de riqueza o de poder sobre otros. Son lo que Dante llamaba “los pecados del lobo”, los más graves, pues suponen utilizar a las personas como cosas. La lujuria, la violación, el asesinato son formas de cupiditas. A ella se opone la “caritas”, verse uno mismo en un círculo de amor cuya identidad está siempre ligada a la de los demás. De ahí la frase latina, “Caritas et amor, Deus ibi est”, donde haya caritas y amor, ahí está Dios.

Para Zimbardo, “la maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren en nuestro nombre”. ¿Qué es lo que impulsa la conducta humana? ¿Factores externos, factores internos? El autor nos pide, en este viaje por el bien y el mal, que contestemos a tres preguntas: ¿hasta qué punto te conoces bien a ti mismo y eres consciente de tus fortalezas y debilidades? ¿Procede este conocimiento de ti mismo de haber examinado tu conducta en situaciones familiares, o en otras totalmente nuevas que han puesto a prueba tus hábitos? ¿hasta qué punto conocemos a las personas a nuestro alrededor? Zimbardo cree –y demuestra sobradamente- que el conocimiento que tenemos de nosotros se basa únicamente en experiencias limitadas a situaciones familiares donde hay reglas, leyes, políticas y presiones que delimitan nuestra conducta.

Por eso examina para nosotros el genocidio de Ruanda, los suicidios en masa de Guyana, los campos de exterminio nazis, las torturas de policías y abusos sexuales de sacerdotes, los escándalos de Enron y Worldcom, así como los maltratos a civiles en Abu Ghraib y su experimento de verano de 1971: “el experimento de la prisión de Stanford”.

Entre el enfoque disposicional (el mal es fijo e interno), presente desde antes de la Inquisición, y el situaciones (el mal es mutable y externo), se decanta, a través de la investigación, por el segundo.

Phillip Zimbardo nos recuerda que vivimos en “el siglo de las matanzas”: en 1915, los turcos asesinaron a un millón y medio de armenios. Los nazis, a 6 millones de judíos, 3 millones de prisioneros soviéticos, 2 millones de polacos y centenares de miles de civiles más. Stalin asesinó a 20 millones de rusos y Mao a 30 millones de chinos. Los jemeres rojos exterminaron a más de millón y medio de camboyanos. Saddam Hussein, a 100.000 kurdos. En 2006, el genocidio se ha dado en Darfur, Somalia, y el mundo ha apartado la mirada. Y tenemos el de Ruanda (entre 800.000 y un millón de personas en tres meses, en la primavera de 2004, la matanza más atroz de la historia de la humanidad).

Es el maléfico poder de la deshumanización, que ya estudió su colega de Stanford Albert Bandura en un experimento que llevó al cine Costa Gavras, el de la “psicología del encarcelamiento” (la investigación de Zimbrado fue llevada al cine en El experimento, película premiada en Sitges, dirigida en 2001 por Oliver Hirschbiegel, que posteriormente dirigiría El hundimiento).

El EPS (Experimento de la Prisión de Stanford) es todo un estudio sobre la Ética. Sobre la perversión de la perfectibilidad humana, la cohibición como prisión autoimpuesta, la indefensión aprendida (estado de resignación pasiva y depresión que surge tras fracasos y castigos continuos, sobre todo si estos fracasos y castigos parecen arbitrarios y no dependen de los propios actos), enseñar reduciendo el poder o la locura de las personas normales. Es un análisis sobre el poder, la conformidad y la obediencia (una actualización de la “obediencia ciega a la autoridad” de Stanley Milgram).

“A lo largo de la historia, la pasividad de quienes podían haber actuado, la indiferencia de quienes deberían haber tenido más conciencia, el silencio de la voz de la justicia cuando más importancia tenía: eso es lo que ha hecho posible que el mal triunfara”, Haile Selassie, último emperador de Etiopía.

Zimbardo nos deja, en el último capítulo, con la esperanza. “La Persona es un actor en el escenario de la vida cuya libertad a la hora de actuar se funda en su modo de ser personal, en sus características genéticas, biológicas, físicas y psicológicas. La Situación es el contexto conductual que, mediante sus recompensas y sus funciones normativas, tiene el poder de otorgar identidad y significado a los roles y al estatus del actor. El Sistema está formado por los agentes y las agencias que por medio de su ideología, sus valores y su poder crean situaciones y dictan los roles y las conductas de los actores en su esfera de influencia”. Para resistir influencias no deseadas, hemos de evaluar periódicamente el valor de nuestras relaciones sociales.
El profesor de Stanford nos ofrece diez pasos:
- Reconocer nuestros errores
- Estar atento a los detalles básicos
- Asumir la responsabilidad de nuestras propias decisiones
- Afirmar nuestra identidad personal
- Respetar la autoridad justa y rebelarse contra la injusta
- Desear ser aceptado, pero valorar la independencia
- Estar atento a cómo se enmarcar o formulan las cuestiones
- Equilibrar la perspectiva de tiempo (sin prisas)
- No sacrificar libertades personales o civiles por la ilusión de seguridad
- Ser capaz de oponernos a sistemas injustos


Es el heroísmo, definido por Hughes-Hallet como “la expresión de un espíritu grandioso. Está asociado al coraje y la integridad, y también al desdén por los compromisos que encorsetan la manera de vivir de la mayoría no heróica (…) unos atributos que en general se tienen por nobles (…) Los héroes son capaces de hacer algo memorable, que nadie más es capaz de hacer”. Zimbardo plantea un modelo tetradimensional del heroísmo: clase de riesgo/sacrificio (de físico a social); actitud y modo de actuación (de valentía a entereza); objetivo (de salvar vidas a defender ideales) y cronicidad (de instantánea a prolongada).

El heroísmo reafirma la conducta humana. “El heroísmo sustenta los ideales de la comunidad, actúa como guía y ofrece un modelo ejemplar de conducta psicosocial”.

El autor finaliza esta magna obra con las siguientes palabras: “El mal que habita en nosotros será contrarrestado, y el final vencido, por el bien superior del corazón colectivo y la determinación heroica de cada hombre y cada mujer. Y esto no es un concepto abstracto porque, como nos recuerda Aleksandr Solzhenitsyn, poeta ruso y antiguo prisionero del Gulag de Stalin: “la línea que divide el bien del mal atraviesa el corazón de cada ser humano. Y ¿quién quiere destruir una parte de su propio corazón?”

En el periódico El Mundo (página 5), la periodista Lucía Méndez titula su columna Asuntos internos, “El padre de Mari Luz”. En ella dice: “El padre de Mari Luz (Juan José Cortés) está convencido de que Jesucristo premiará a los buenos y castigará a los malos en la otra vida. Ojalá tenga razón. A él la fuerza le viene de la fe. A nosotros su sosiego, equilibrio y generosidad en un momento tan dramático nos ha devuelto la fe en el género humano”. No puedo estar más de acuerdo.