Conozco a Gregorio
Marañón y Bertrán de Lis, miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando, y a José Juan Toharia, presidente de Metroscopia, desde hace más de
30 años. Considero al profesor Toharia, uno de los mejores sociólogos de
nuestro país, un gran maestro (su asignatura de Sociología fue una de las más
importantes de mi carrera y me inspiró para hacer la especialidad de Economía
Social). Gregorio Marañón nos impartió un seminario (con el caso empresarial de
Energía e Industrias Aragonesas) absolutamente inolvidable. Desde, he seguido con gran interés la carrera profesional de ambos.
Ayer publicaron
conjuntamente una página de opinión en El
País (en la llamada Cuarta página)
enormemente valiosa, De la angustia
cívica al pacto político, que quiero reproducir aquí:
“La sociedad española empieza a
sentirse seriamente angustiada. Así lo declara, según el sondeo publicado hoy
en estas mismas páginas, el 61% de los españoles. Nuestra ciudadanía necesita
con urgencia un liderazgo claro que le alivie la sensación de desamparo
institucional que ahora le embarga. Y también un liderazgo compartido, que no
es en definitiva sino una forma elíptica de designar el consenso. Ocurre que
hemos perdido el hábito de la transacción y el pacto, y los españoles lo
lamentan y añoran en las graves circunstancias actuales. Con el cambio
generacional que personificaron José María Aznar y José Luis Rodríguez
Zapatero, el consenso pasó de ser una virtud democrática a una práctica
desechada, de constituir un gesto de fortaleza moral a una muestra de debilidad
ideológica, siendo reemplazado por un sucedáneo de pactos oportunistas para
superar determinados trances parlamentarios. Grave error, en el que por desgracia
seguimos, solo que en una situación cada vez peor que hace que el mantenimiento
de ese estilo de hacer política empiece a llevarnos a un callejón sin salida.
Imaginemos una situación límite: por ejemplo, un avión con una importante
avería en pleno vuelo. ¿Qué puede sentir el pasaje si ve al piloto y al
copiloto enzarzarse ante ellos en descalificaciones mutuas, responsabilizando
cada uno al otro de la inminente catástrofe en vez de buscar, juntos, formas de
evitarla? Sin duda algo parecido a lo que pudo experimentar nuestra ciudadanía
en el reciente y crucial (queremos decir: el que debía haber sido crucial)
debate sobre los presupuestos del Estado, que derivó en un banal intercambio de
reproches entre Gobierno y oposición al más infantil estilo de “y tú más”
mientras nuestro avión colectivo seguía, y sigue, dando la impresión de poder
caer en cualquier momento. ¿Cómo no va así a estar angustiada la ciudadanía que
en él viaja?
En momentos críticos como el actual, el enfrentamiento irreductible y
sordo entre los llamados a liderar no tiene más efecto que el de crispar y
desconcertar a quienes les eligieron con su voto, generalizando un estado de
desconfianza que viene a agravar la ya pésima situación en la que nos
encontramos.
Esta ingente tarea que tienen que abordar los políticos les exige talla
de grandes estadistas
¿Cómo atajar esta peligrosa deriva? No resulta fácil porque lo cierto es
que nuestro sistema político es hoy mucho más débil de lo que era antes de las
elecciones, en contra de la aparente sensación de fortaleza que pueda
transmitir la existencia de una mayoría absoluta del PP en el Parlamento y de
su control de una gran parte de las Autonomías y de los principales
Ayuntamientos de España. Cierto que la abrumadora victoria electoral del PP proporcionó
inicialmente una sensación de alivio que, por desgracia, no ha durado mucho.
Apenas cuatro meses después de su constitución, el Gobierno presidido por
Mariano Rajoy empieza a ser cuestionado por un número creciente de ciudadanos,
si bien —y a diferencia de lo que aconteció a Rodríguez Zapatero durante los
últimos meses de su presidencia— mantiene, al menos por el momento,
sustancialmente incólume el apoyo de sus propios votantes. A este acelerado
desgaste del capital político que le otorgó su triunfo electoral contribuyen
dos factores: por un lado, haber querido asumir en solitario el inevitable
desgaste de la política de ajustes que se precisaba; por otro, no haberse
preparado adecuadamente para asumir el Gobierno creando, con antelación y sin improvisaciones
de última hora, los equipos ministeriales y los correspondientes programas de
actuación (algo sin duda sorprendente dado que, al menos desde mayo de 2011, su
claro triunfo electoral en las elecciones generales se daba por descontado). Y
cabría añadir un tercer factor: una política de comunicación que resulta
cuestionable. El PP había obtenido un inmenso rédito electoral de sus propios
silencios frente a los clamorosos errores del Gobierno de Zapatero, pero no
parece haber entendido que lo que entonces fue útil, hoy se le puede volver
gravemente en contra. Tan peligroso es quemarse por excesiva e inadecuada
exposición mediática como devenir lejana esfinge con insuficiente presencia
pública.
Durante su primer mandato, cuando el país estaba todavía bajo los
demoledores efectos de la crisis de 1929, Franklin D. Roosevelt recurrió a
periódicas charlas radiofónicas para, en estilo coloquial, explicar a sus
conciudadanos la situación y tratar de confortar el decaído ánimo ciudadano.
Los tiempos han cambiado mucho y, por desgracia, no abundan los Franklin D.
Roosevelt. Esta alusión al hoy ya mítico presidente solo sirve para
ejemplificar qué es y cómo debe ser ejercido el liderazgo en tiempos de crisis:
con cercanía y claridad. Y, en nuestro concreto caso, vista nuestra historia
del siglo XX, además con espíritu de concordia y entendimiento.
Pero para ello, claro está, es preciso que lo deseen las dos partes. Y el
problema es que, en el momento actual, el PSOE padece una situación interna
extremadamente compleja, con unas bases fuertemente desmoralizadas, sin poder
territorial alguno (salvo el que ha de compartir con IU en Andalucía) y sin un
liderazgo tan consolidado como sería deseable. El Gobierno, aunque quisiera
—como parece imprescindible— retomar la senda de los grandes pactos y acuerdos,
podría no tener enfrente una alternativa capaz de servirle, a la vez, de
contrapunto o —llegado el caso— de circunstancial pero leal aliado. Rajoy, con
su modo de actuar firme, pero suave y sin estridencias, ha dado sobradas
muestras de independencia respecto de esa parte de su entorno (partidista y
mediático) propenso a la intemperancia y al “a por ellos” arrasador y no
debería, por tanto, tener mayor dificultad en retomar el hilo roto del pacto y
la transacción. En cuanto a Pérez Rubalcaba, parece obvio que su experiencia
política no puede sino entroncar directamente con el espíritu de una Transición
que vivió en primera fila.
En última instancia, cabría pensar, como tantas otras veces en el pasado,
en la intervención de la Corona para propiciar entendimientos y limar
asperezas, por más que, para complicar aún más las cosas, esta no atraviese
ahora su mejor momento en cuanto a crédito social. Lo que parece claro es que
el PP no puede fracasar en su gestión, porque si eso ocurre y el avión
colectivo se cae, sucumbiríamos todos, sus votantes y los demás, los que viajen
en su misma zona ideológica y los que lo hacen en la otra.
En última instancia, la Corona podría propiciar entendimientos y limar
asperezas
La coyuntura es de tal gravedad que resulta imperativo recuperar ya, sin
dilación, el consenso, como si de una segunda Transición se tratase. El ejemplo
que hasta ahora había constituido el Gobierno vasco vino a probar que esto es
tan posible como deseable. Pocas veces ha habido tanto en juego en tan pocas
manos: salir de la mayor crisis económica conocida en generaciones; evitar la
desvertebración del Estado que, de forma oportunista, se trata de plantear
aprovechando sus actuales debilidades; llevar a puerto definitivo el “proceso
de paz” en el País Vasco; y reformar el sistema político para que lo que se
restauró en 1977 pueda ser instrumento de futuro y no un nuevo fracaso
histórico de consecuencias imprevisibles. La entidad de esta ingente tarea
política demanda unos gobernantes y una oposición que sean capaces de afrontar
la situación con la altura de los grandes estadistas. Y este es el reto —lo
hayan deseado o no— con el que se encuentran Rajoy y Rubalcaba. Si no son
capaces de entender lo que la angustiada ciudadanía les demanda y si no tienen
la fortaleza moral y la inteligencia práctica requeridas para poder pactar, es
muy posible que tengamos que asistir al desmoronamiento de la España de
libertad, bienestar económico, convivencia entre sus distintos territorios y
prestigio internacional que con tanto esfuerzo hemos edificado a lo largo del
último medio siglo.”
Mi agradecimiento
a quienes apuestan por la cooperación y el civismo para canalizar su indignación.