Como una especie de paréntesis en el relax y
las vacaciones, hoy he estado de mudanza (de libros, ropa y algunos objetos de
valor sentimental). Aunque uno acabe agotado, lo recomiendo para finalizar una
temporada e iniciar otra con nuestros bríos.
He estado leyendo, en el número de agosto de
‘Investigación y Ciencia’, el artículo ‘PsicoBiología de los hábitos’ de Ann M.
Graybiel (MIT) y Kyle S. Smith (Universidad de Dartmouth).
Es evidente que cada día llevamos a cabo un
enorme número de rutinas, ligadas al aseo personal, a la conducción, a la
alimentación diaria, al ejercicio físico… Sin embargo, hasta muy recientemente
los expertos no sabían cómo se producían esos hábitos. Gracias a las nuevas
técnicas, hoy conocemos que en nuestro cerebro hay “circuitos de hábitos”.
Cuanta más habitual es una conducta, menos conscientes de ella nos volvemos.
Los hábitos los repetimos aunque, en algunos
casos, no queramos (es lo que se llama “recompensa contingente”). “Las
consecuencias asociadas a nuestras acciones determinan nuestra conducta
futura”. Wolfram Schultz y Ranulfo Romo (Universidad de Friburgo) descubrieron
esa señales en el cerebro que corresponden con el aprendizaje dependiente del
refuerzo, corroboradas por modelos informáticos. El cerebro predice el refuerzo
y por tanto genera expectativas.
A medida que una acción se repite y se
convierte en un hábito se modifican ciertos circuitos cerebrales, como han
probado Bernard Balleine (Universidad de Sydney) y Simon Killcross (Universidad
de Nueva Gales del Sur). Los circuitos conectan el neocórtex con el estriado,
el centro de los ganglios basales (centro de nuestro cerebro). Cuando las
conductas se “empaquetan”, las células del estriado se limitan a comprobar el
principio y el final de la rutina.
Es similar al “chunking”, recodificación,
propuesta por George Miller: el agrupamiento de elementos por unidad de
memoria. El estriado nos ayuda a combinar las acciones en una única
unidad.
¿Cómo se forman los hábitos? En tres pasos.
1º Exploramos una conducta. 2º La aprendemos (repitiéndola). 3º La grabamos en
el cerebro.
Primero, la corteza prefrontal se comunica
con el estriado y éste con el mesencéfalo, donde la dopamina añade valor al
aprendizaje. Al repetir un comportamiento, se activa un bucle de realimentación
entre la corteza sensitivo-motora y el estriado, que “sella” la rutina. Depende
de una señal dopaminérgica que procede del mesencéfalo. Una vez que el hábito se
ha “almacenado” como unidad de conducta, la corteza infralímbica ayuda al
estriado a fijarlo como actividad cerebral semipermanente. Es cuestión de dopamina, hormona del placer.
Como coaches, ¿cómo podemos ayudar a
desterrar un hábito dañino para sustituirlo por uno saludable? Cuando se actúa
sobre la corteza infralímbica, el hábito desaparece. Sin embargo, cuando se
deja de actuar, el viejo hábito, arraigado, vuelve.
El neocórtex determina si las circunstancias
son las adecuadas. Por ello, la clave está en “darnos cuenta” si el hábito es
beneficioso o no (el diálogo puede servir para que abramos los ojos) y
sustituir un mal hábito mejor a base de esfuerzo continuado. Por ello,
científicamente hablando, un proceso de coaching debe durar seis meses. Porque
no se cambian hábitos arraigados de la noche a la mañana.
Los autores citan a Mark Twain: “Nadie se
desembaraza de un hábito o de un vicio tirándolo por la ventana; hay que
sacarlo por la escalera, peldaño a peldaño”. Peldaño a peldaño. Partido a
partido, como diría Simeone.
Mi gratitud a la Dra. Graybiel y al Dr. Smith
por compartir sus importantes hallazgos.