Y cierta tristeza por la prensa en este mes
de agosto. Mantengo la tradición (que no sana costumbre) de leer los
principales diarios en domingo, y sobran con los dedos de una mano los
artículos que me resultan verdaderamente interesantes.
Entre éstos, excepcionales, ‘Europa: Nostalgia
del Liderazgo’ de la profesora de la UAM Máriam Martínez-Bascuñán. Es el
siguiente:
“La promesa de la
soberanía sigue siendo una estrategia política demasiado recurrente en un mundo
en el que los Estados ya no tienen el monopolio de la mayor parte de los
poderes de su dominio tradicional. Tratan de compensarlo haciendo guiños al
nacionalismo, el imperialismo o el autoritarismo. Por eso, más que la expresión
de un discurso renovado de la soberanía estatal, las nuevas manifestaciones de
los discursos soberanistas entendidas en clave de Estado-nación deberían verse
como los iconos de su propia erosión. Esa espectacular teatralidad de la performance
sobre el poder soberano que hemos visto estos últimos tiempos, tanto en Grecia
como en Alemania, por poner sólo dos ejemplos recientes, encarnan lo contrario
a aquello que quieren expresar; el poder del no,el carácter residual de
un poder que se ha evaporado y cuyo ejercicio no ha hecho más que revelar
apocamiento y vulnerabilidad por un lado, y autoritarismo disciplinario, por
otro.
Por una parte, hemos
asistido exasperados a la convocatoria de un referéndum que se nos presentó
como un ejercicio de soberanía del pueblo griego, aunque Tsipras era
perfectamente consciente de que no iba a poder cumplir sus promesas
electorales. De otra parte, hemos presenciado con la misma exasperación un
acuerdo posterior sobre la deuda que también se nos ha vendido como una
respuesta soberana alemana. En medio de tanto ejercicio soberano de democracia
directa y democracia representativa nos hemos quedado con única pregunta:
¿dónde está Europa? La respuesta es que Europa está huérfana de líderes.
Soberano es quien
decide. Pero para decidir hay que ejercer el liderazgo, y lo que tenemos en
Europa es puro seguidismo de las opiniones públicas de cada nación, que nos
devuelven la imagen de aquel liderazgo que afirmaba “yo soy el líder, tengo que
seguir al pueblo” (Ostrogorski). La inmensa mayoría de los griegos piensa que
Alemania es la responsable de sus desgracias, del mismo modo que Merkel sabe
que el grueso de la opinión pública alemana desconfía de Grecia. La
sobreactuación del Gobierno alemán después de la victoria del no en el
referéndum griego ha estado determinada por “lo que gusta y lo que no gusta a
la sociedad”. Esta performance teatralizada no es más que un ejemplo de
lo que John Stuart Mill denominaba “el gobierno de la opinión”. Lo que hoy nos
une como europeos no son los ideales del proceso de unificación, sino el
euroescepticismo y la ausencia de líderes.
En este contexto,
hemos focalizado sobre países concretos problemas europeos que deberían haberse
abordado de otra manera. El problema de Europa no es Grecia, sino la propia
Europa. Y sin embargo, cada vez es más difícil encontrar líderes que defiendan
Europa más allá de una visión rigorista y tecnocrática dirigida a preservar las
denominadas “reglas del juego”. Europa pierde su sentido por el uso que hace de
los medios que paradójicamente se dio para preservar su sentido. Sobre todo las
razones normativas de sus obligaciones, como el no humillar a los más débiles,
el ir más allá de los discursos particularistas de cada Estado, la obligación
de recuperar los valores humanistas e ilustrados de democracia, diversidad y
solidaridad. Sí, esa solidaridad que tanto escasea con la crisis de los
refugiados.
Lo que ahora tenemos
es puro seguidismo de las opiniones públicas de cada nación
La contradicción es
que los Estados-nación siguen siendo el ámbito en el que uno debe ganar las
elecciones mientras que el proyecto europeo sólo podrá salvarse si es capaz de
transgredir esa línea roja autoimpuesta; la del marco del Estado-nación para
hacer frente con una sola voz a los grandes desafíos del siglo XXI. El siglo de
la trasnacionalización, como sostiene el viejo Habermas, sólo puede abordarse
desde una democracia trasnacionalizada. Lo que ahora nos parece un imposible
político, continúa el filósofo, sólo podrá ir materializándose si hay líderes a
la altura de las circunstancias. Y esto exige que los líderes de las naciones
más poderosas asuman la obligación moral de salir de sus intereses
particularistas para seguir la hoja de ruta marcada por un demos europeo
democrático.
Hoy sabemos que gran
parte de la desconfianza de la ciudadanía europea deriva de la distancia
tecnocrática con la que se ha construido la Unión, y de la imposibilidad para
sujetarla a un verdadero control democrático. Esta visión aparentemente utópica
es el único antídoto que nos queda ante la distopía en la que se ha instalado
Europa. Como sostiene Habermas, ni el diagnóstico más negro debería
descargarnos de la obligación de intentar lo mejor.”
Efectivamente, la nostalgia (del griego
“nostós”, regreso) es la tristeza melancólica originada por el recuerdo de una
pérdida. En este caso, lo que hemos perdido son dirigentes con capacidad de
liderar. De marcar la pauta (especialmente), porque son seguidistas de la
supuesta “opinión pública”; de hacer equipo con la ciudadanía, porque sirven a
sus propios intereses; de liberar energía positiva, porque quienes alcanzan el
poder en los partidos no son los idealistas entusiastas, sino quienes evitan el
conflicto desde el gris profundo. ¿Hay esperanza? A grandes males, grandes
remedios.
En el mismo periódico, el escritor Jorge
Carrión (Tarragona, 1976) analiza si las series están cambiando la realidad.
“Cada época tiene sus
contraseñas. “Klopstock pasó a ser sinónimo de una nueva relación entre leer y
vivir, de entender la vida siguiendo el ejemplo de la literatura”, escribe
Stefan Bollmann en su recomendable ensayo Mujeres y libros. Una pasión con
consecuencias (Seix Barral): “En Las desventuras del joven Werther,
novela publicada en 1774, sólo hace falta pronunciar este nombre para que la
joven y el joven, enardecidos por el baile mientras fuera azota una tormenta
nocturna, se abran el corazón mutuamente”. La obra de Goethe es hija de la
Klopstock, provocó también una auténtica fiebre: los jóvenes lectores
comenzaron a vestirse y a comportarse como el personaje suicida —y a suicidarse
por centenares—. Fue prohibida en varios países, porque la censura es pura
conservación e intenta que la lectura no cambie la realidad.
Pero lo cierto es que
ese es el poder más radical de los textos: no sólo transforman nuestras
neuronas, también devienen gestos y acciones, que a veces trascienden del
individuo aislado al colectivo sincronizado. Los más influyentes, como La
Biblia, El Corán, Sobre las revoluciones de las esferas celestes, La
Enciclopedia, El origen de las especies o La interpretación de los
sueños, provocaron en su momento revoluciones que siguen activas. Dogma o
ciencia, son leídos como no ficción.
El personaje de
ficción va ocupando capas de piel del actor o actriz que lo encarna
Más difícil, en
cambio, es medir la capacidad de cambio social de los textos ficcionales.
Varias generaciones del siglo XX aprendieron a besar en las películas de
Hollywood. La ficción porno nos ha enseñado a follar en el XXI. Siempre
invocamos los mismos precedentes de esa tradición emocional, en el ámbito de la
configuración del amor: cómo el neoplatonismo, la poesía trovadoresca, la
novela de caballerías, el petrarquismo, el romanticismo, la novela realista,
las revistas femeninas o el movimiento hippie fueron creando lo que Eva Illouz
ha llamado “estilos emocionales”, los modos en que “una cultura empieza a
preocuparse por ciertas emociones y crea técnicas específicas –lingüísticas,
científicas, rituales– para aprehenderlas”, leemos en La salvación del alma
moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda (Katz).
Según la socióloga de
origen marroquí, en el centro del estilo emocional de nuestro cambio de siglo
está la cultura de la terapia. Eso son las redes sociales: una gran
psicoterapia constante y colectiva. En su circulación perpetua se insieren las
series de televisión, como parte ahora sí fundamental de la conversación social
(junto con los deportes, la salud, la tecnología, la política o la comida, como
temas principales).
El grado cero del
efecto de la ficción serial sobre la realidad lo encontramos en el cuerpo de
los actores. En Hombres fuera de serie (Ariel, 2014) —la gran crónica
panorámica sobre la tercera edad de la televisión— Brett Martin alude en
diversas ocasiones al apego y a la identificación de varios actores con sus
personajes: desde James Gandolfini con Tony Soprano (“reconocía no dormir del
todo tranquilo al saber que el destino de Tony estaba en manos de David Chase”)
hasta Peter Krause con Nate Fisher (dejó de aceptar que su personaje fuera un
eterno adolescente), pasando por Indris Elba, que tuvo que asentir finalmente,
tras un cabreo considerable, a que Omar Little meara sobre su cadáver (bueno:
el de Stringer Bell). El personaje de ficción va ocupando capas de piel del
actor o actriz que lo encarna a causa de la exposición prolongada a la radiación
de la personalidad imaginada.
La duración es el
rasgo fundamental de las series: tanto en su propia materia como en nuestra
experiencia de recepción. La convivencia con ese mundo y sus seres va filtrando
en nuestro cerebro lenguaje, comportamientos, valores. El éxito arrollador de Gomorra
en Italia, el año pasado, hizo que la imitación de las frases del guion fuera
habitual en las reuniones entre familiares y amigos. Broma cómplice o
contraseña, se pronunciaba repetidamente mientras se organizaban protestas
contra la representación estereotipada del sur de Italia como territorio
criminal.
Las series movilizan
comunidades de inteligencia colectiva. No hay más que pensar en la Lostpedia o
la Fringepedia, auténticos repertorios eruditos de información acerca de los
mundos creados, respectivamente, en Perdidos y Fringe. O en las
redes estables de fans que ejercen de modo altruista la subtitulación (como
Argenteam, que nació como plataforma para aprender inglés). O en las redes
inestables de antifans que atacan una escena, a un personaje o toda una serie.
Porque la inteligencia colectiva a menudo es más bien instinto en masa.
Y tal vez sea en ese
nivel, digamos, pre-racional, donde más penetran las teleficciones:
normalizando la presencia de mujeres de todas las razas en los más altos
niveles de la política estadounidense; hablando sin ambages del espionaje o de
la tortura de Estado o de las cárceles o de los drones; generando un debate
polifónico e informado, que por su aspecto ficcional parece de baja intensidad,
pero que quizá vaya calando de un modo que ya no pueda hacerlo el periodismo. Mad
Men cambió la moda (primero en los diseños elitistas de Michael Kors,
Prada, Louis Vuitton o Marc Jacobs; después en el mainstream de Mango y
Zara) y la miniserie documental The Jinx permitió que su protagonista,
que durante décadas se había librado de la cárcel, tras una inesperada
confesión de sus crímenes cuando creía que el micrófono estaba desconectado,
haya sido finalmente procesado; pero los cambios más duraderos no son tan
fácilmente rastreables.
En el último capítulo
de la tercera temporada de Orange is the New Black hay una alusión a
Walter White, de Breaking Bad; pero la propia Piper, que se ha
malogrado, para intimidar a sus compañeras de la prisión se refiere en cambio a
El Padrino. También en Suits se suceden las bromas y las
referencias tanto a películas como a series.
Tras la influencia
extrema de Frozen en niñas y preadolescentes es imposible afirmar que
las series han invadido el lugar del cine como generador de modelos. Estamos en
una época de convivencia. Pero sí intuyo que lo audiovisual (con literatura en
forma de guiones) está influyendo en la realidad más que lo exclusivamente
textual. Tal vez el último libro que actuó como gran contraseña fuera Rayuela:
en los 90 todavía entendíamos como “romántico” lo que así había decidido que
fuera Cortázar; para mi generación (los nacidos en los 70) el amor y sus
códigos todavía fueron regidos sobre todo por la literatura.
Los nacidos en los 80
y en los 90 tal vez hayan sentido un eco de esa experiencia con Los
detectives salvajes de Bolaño, hija de la obra maestra cortazariana. Pero
mi sensación es que —excepto los cosplayers, que sí sitúan una única
ficción en el centro de sus vidas— los seres humanos hemos dejado de tener
contraseñas principales: nos guiamos por una mitología personal muy Frankenstein,
hecha con retazos de lecturas que provienen de todos los lenguajes narrativos y
simbólicos que nos rodean.”
La ficción televisiva parece inofensiva; sin
embargo, tal vez esté redefiniendo nuestros valores. El estilo neo-medieval de
‘Juego de Tronos’, que tanto defienden Pablo Iglesias y los suyos. El cinismo
en la política de ‘Scandal’ o ‘House of cards’ (Shakespeare, versión actual).
Las redes sociales y los seguidores en ‘The following’. ¿Quién es el nuevo
modelo de líder? ¿Daeneris Targayen (Emilia Clarke)-, la khaleesi madre de
dragones?, ¿Frank Underwood (Kevin Spacey)?, ¿Olivia Pope (Kerry Washington)?, ¿Chris
Pratt, el protagonista de ‘Jurassic World’, un James Stewart pasado por el
gimnasio?
Algo se está cociendo en el Liderazgo. Estaremos
al tanto.